Entrevista Ju Donzelli
En el verano que, quizás, más llovió desde que me mudé a Córdoba, tuve la suerte de leer a Ju. Las ganas de conversar con quien escribe algo tan hermoso como esto: “un instante de paz que es preludio de las tragedias. Un momento que roza la belleza despreocupada, la levedad de los pájaros que se bañan en los charcos de las rutas, justo antes de que los aplaste la rueda de un auto y sean un manchón de tripas y plumas sobre el asfalto.” (El verano que no llovió, p. 121). Ju Donzelli responde unas preguntas e inaugura este ciclo de entrevistas CESURA:
Sos escritorx, sos profe, sos lectorx, entre tantas cosas que seguro sos y es un poco imposible -y al vicio?- enumerar; pero entre toda esa nebulosa que se puede ser, me interesaría preguntarte por algo muy particular: ¿Cómo vivís la docencia y la escritura, la docencia en la escritura, cómo es esa relación?
— Es una pregunta compleja, más que nada en este momento, porque la docencia –quiero decir, la institucionalizada- no está atravesando su mejor momento y muchxs docentes parecemos estar migrando hacia otras áreas. Pero, ¿creo que la vivo como un pasaje o un legado? ¿Algo que se le da a otro porque le corresponde? No lo he pensado demasiado. Suelo intentar que lxs estudiantes entren en una relación cercana con la literatura, también por una cuestión de entusiasmo. Con respecto a ser profe de Lengua y Literatura siempre digo que me da mucha felicidad que parte de mi trabajo sea leer con mis alumnxs, discutir sobre literatura, presentar autorxs o libros que me gustan.
Los talleres también son una actividad docente, pero que corre por otro lado. Si el secundario es una ruta, el taller es una autopista: va rápido, no hay tantas sorpresas, todxs vamos en la misma dirección. No hay nadie que vaya a estamparse contra vos. Alguien que llega a un taller de escritura quiere escribir, quiere leer, tiene una relación estrecha y consciente con el lenguaje y con la palabra. Tiene sus poemas, sus historias de referencia y las tiene vivas, frescas. Ahí se oficia menos de “profe” y más de testigo de lx otrx en relación con su propia escritura y sus búsquedas.
En la escuela se hace distinto, es encarar para el lado opuesto: hacer consciente que todxs tenemos ¿un repertorio? de palabras, historias, versos queridos y tratar de que ese repertorio crezca.
El humor, la ironía y la ternura navegan tu primer poemario, Cuando era chica rezaba un montón (2019), aunque también figuras de cuerpos con caníbales por dentro, de personas fitness, de pensamientos que se mueven por los bordes, en lo liminal. Pienso, frecuentemente, en una línea del poema “Las voces”:
¿Usted, doctor, querría a un monstruo?
y me pregunto, si el poema no es, entre tantas cosas, una forma de querer la monstruosidad, en pensarse monstruo o enfrentarse a otros monstruos. ¿Pensás que se puede aprender a querer a un monstruo, podremos alguna vez ser, desear, habitar monstruos?
—Un amigo, Pablo Natale, escritor y tallerista, me dijo, hablando de un escritor en común, que es tan bueno –no daremos nombres, ja- porque “tiene un monstruito”. Cada vez que Pablo encuentra potencia en alguien le dice así: monstruito. El monstruito a veces se es, otras se tiene: es una dualidad. Más allá de un posible tratado sobre los monstruitos contemporáneos, me gusta ese diminutivo que muestra ternura, hacia esas zonas de lx otrx que a priori pueden ser leídas como oscuras, inadecuadas, anormales, impropias, desubicadas, medio “bestia”, temerosas… en fin, como persona que tiene monstruos de varios tipos (algunos más domesticados, algunos más medicados) quiero creer que el deseo de lo “monstruoso” no solo es posible, sino que es, y listo.
No en una especie de concesión o de “a pesar de”, que creo que aparece en ese poema –era joven, sentía las cosas más intensamente-, sino más bien un “te aprecio POR esto. Tienes un monstruito, tu monstruito me cae bien, dice cosas locas, ve el mundo de una manera particular, siente intensamente”.
Para mí la literatura -o la ficción- es el espacio en el que unx se permite una convivencia más o menos prolongada con lo ajeno y con lo que lo ajeno tiene de monstruoso y, a fin de cuentas, de propio. Justo acabo de terminar de leer El guardián entre el Centeno, de Salinger, y Holden Caufield, ese adolescente que no deja de hacer pavadas porque se siente terriblemente solo y triste, está buscando continuamente a lxs demás, aunque parezca no aguantarlxs, juzgarlxs, no entenderlxs. Creo que esa ambivalencia es más que humana: buscar la cercanía del otrx desde lo que tenemos/tienen de vulnerable o distinto.
Aunque los límites entre poesía y narrativa siempre puedan romperse y contaminarse mutuamente, ¿cómo fue en tu caso la transición hacia la narrativa en El verano que no llovió (2024)?
—Hay un eslabón perdido entre mi primer libro de poemas y este libro de cuentos: un poemario que nunca publiqué y que, no obstante, en su momento trabajé muchísimo en una clínica con Laura Escudero, una poeta y escritora de aquí, que se dedica sobre todo a literatura infantil y juvenil. Yo venía escribiendo poesía por default, en la niñez, adolescencia y en los primeros años de facultad. Era algo que “me salía” con cierta espontaneidad–los poemas de ese primer libro que citas están tal vez descuidados porque no sabía cómo tratarlos. La posibilidad de publicarlos fue como un juego.
Supongo que no entendía cómo mirar un poema o que todavía no pensaba la escritura como algo que se le ofrece a otrx. Cuando trabajé este poemario con Laura, empecé a encontrarle el gusto al proceso más reposado de medir (en el sentido más literal y más metafórico del término) las palabras, de contenerlas, también como modo de contener la emoción. En su momento ella nos hablaba de un texto hermoso de José Watanabe: “Elogio del refrenamiento”. Parte de ese aprendizaje fue darles a los textos el tiempo que merecen en su escritura y también dar lugar a su tempo, su cadencia.
Esa creo que es la versión más retrospectiva que puedo hacer. También recuerdo que empecé a escribir cuentos de manera muy intencional: “Estoy podridx de hablar de mí. Vamos a escribir ficción”. Es menos romántico y era un momento de crisis personal, ja. Ahora no creo que ningún género hable más de unx mismx que el otro, en última instancia un poema también es una construcción estética, ficcional. Pero sí percibo que en la decisión de escribir narrativa confluyeron dos cosas: salirme de mí y pensar en otrx, en tanto personaje sí, pero también en tanto aquel que va a recibir lo que escriba y que merece mi tiempo, mi trabajo: que merece delicadeza.
Hay un rasgo que leo tanto en tu narrativa como en tu poesía: la incorporación del mundo religioso, sus símbolos, pero de una manera tan orgánica que de repente uno realmente piensa que así son las cosas, así fueron y serán por siempre. ¿Cómo conviven en vos y en tu escritura estos símbolos? ¿Qué posibilidades ves para la escritura en ese entramado religioso?
—Es gracioso que lo plantees como “así fueron las cosas y serán por siempre”, porque la verdad es que la vivencia religiosa da por sentadas ciertas cosas. Me he criado en una familia que durante mi infancia y la de mis hermanos estaba muy inmersa en el cristianismo. Íbamos a misa, a catequesis, mis viejos hacían retiros espirituales, escuela católica desde el jardincito hasta el último año del secundario y amigas que iban a los grupos misioneros. Full pack de cristianismo santiagueño.
Y, aunque suene contradictorio, en mi infancia, hasta los diez u once años, para mí no era una vivencia opresiva. Era unx infante que podía hablar con alguien (?) que lx cuidaba, que sentía miedo y podía encontrar consuelo en el ángel de la guarda, que leía cosas tan extrañas como que a los apóstoles se les prendían lenguas de fuego sobre la cabeza. Las escrituras religiosas son tremendísimas e impactantes. En ese sentido la religiosidad es muy linda: le da al mundo un halo mágico y también te brinda las primeras palabras porque sí y las primeras metáforas. Yo recitaba el Padrenuestro sin entender ni pío. Rezar en algún punto es recitar y teníamos un momento a la noche destinado a eso. ¿No es un poco un bautismo en lo literario, en la poesía? ¿Alguien se ha detenido a pensar qué pasa por la cabeza de una criatura mientras dice: Dios te salve María llena eres de gracia el señor es contigo…? Ese repetir porque sí, a pesar de que no entiendas es un gesto poético. Creo que, si hay organicidad en esos símbolos cuando aparecen en mis textos, es porque de algún modo ese mundo sin fisuras que es la-religión-en-la-infancia se cuela.
Por supuesto después unx se vuelve lo que es y aparecen preguntas, cuestionamientos; las fachadas caen y unx se queda sin el pan y sin la torta. La vida sin una fe es insostenible y me dan envidia sincera la religiosidad y la espiritualidad. Es algo que extraño y que nunca he recuperado. Capaz por eso vuelve tanto en lo que escribo.
Los cuentos en El verano… se construyen en una realidad apenas torcida, irreal por momentos, francamente indistinguible de la realidad por otros, pero lo que aparece en el papel está en todos lados: un cuerpo que se mira y no entiende; un calor insoportable, pero que se aguanta infinitas veces; unos seres que brotan de las grietas del suelo; un dios al que le importa poco cuántos besos se den a escondidas, pero que igual se siente el castigo. ¿Cómo habitás o te preguntás por las definiciones de realidad, de ficción, de no-ficción, etc.? ¿Qué lugar ocupa en tu escritura los lugares, el anclaje a tus tierras -Santiago, Córdoba, por ejemplo-?
—Qué difícil. No sé si pienso explícitamente en definiciones cuando me siento a escribir, pero a priori tiendo a creer que todo está recubierto de un polvillo, de una capa de palabras. Y que esa capa arma tanto lo real como las cosas o las personas mismas. Quizá es por eso que en el libro hay un aire más realista en algunos cuentos y más fantástico o maravilloso en otros. Cómo lo nombramos también es parte de lo cierto, de lo existente.
En cuanto al anclaje geográfico, a veces creo que mis cuentos podrían herir tanto a lxs santiagueñxs más santiagueñistas como a lxs cordobeses más cordobesistas. Son paisajes que aparecen, en lo lingüístico y en lo referencial, pero apenas entran a los cuentos del libro están muy torcidos, a veces muy contaminados entre sí. Cuando releo algunos cuentos que están explícitamente situados en Santiago, me doy cuenta de que no es el Santiago actual, sino el Santiago de mi memoria y de mi infancia; el que más he vivido o el que me queda más afectivizado… Sin duda me gusta que mis zonas, mis paisajes, entren en la literatura. Tiene que ver con cercanía, con cariño, pero además no siento que tenga mucho que decir sobre la vida de las grandes urbes y creo que tampoco podría escribir en una especie de rioplatense-porteño-neutro.
A mí me gusta cuando leo escritorxs y encuentro un ritmo, una textura particular en el lenguaje, me saca de cierta estandarización más propia del monopolio editorial que de lo literario. Pienso en la sorpresa (para bien) que me generaron, por ejemplo, Panza de Burro de Andrea Abreu o Temporada de Huracanes de Fernanda Melchor.
En el proceso de edición con Ina Ripari y Edu Savino, lxs editorxs de Elemento Disruptivo, a veces era cómico porque ellxs, muy respetuosxs de mi estilo y de esos rasgos de mi escritura dejaban comentarios del tipo: “Perdón el porteñismo, pero ¿esto en Santiago se dice así?”. Encontrar editorxs que den cabida a esas marcas identitarias también es necesario y no siempre pasa.
En El verano…, y quizás pienso particularmente en “El corazón de manzana” hay una forma muy cuidadosa de mostrar el dolor en su cotidianidad y su normalidad. Un dolor poco escandaloso, poco colorido pero hondo; un dolor que a veces es un duelo silencioso, otras un amor inconfesable o una imposibilidad física. ¿Cómo pensás en tu escritura ese juego entre mostrar y no-mostrar?
—No sé. A cualquiera que haga un taller literario le van a hablar de la idea del cuento como Iceberg de Hemingway. O bien de la historia superficial y la historia subterránea, que es el Piglia dixit de la misma idea. En resumen: unx cuenta algo y a la vez cuenta otra cosa. Como cuando vas a la psicóloga y te pregunta: “Pero ¿por qué me estás hablando de esto?”. O cuando tu pareja se enoja porque te has olvidado de comprar fideos, y al final la discusión escala y te grita sobre aquella vez que le has metido los cuernos hace diez años.
Para mí, más allá de las teorías de cómo escribir un buen cuento, es muy difícil la transparencia; los gestos humanos son esencialmente opacos y vemos en el resto lo que muestran, consciente o inconscientemente. Y estamos condenadxs a leer esos gestos entre líneas y rogamos acertar con nuestras interpretaciones, pero lo más seguro es que le pifiemos soberanamente porque lxs demás (sus motivaciones, sus pensamientos, su historia) son inaccesibles. De cualquier manera, a veces menos inaccesibles que unx mismx.
Mientras respondo estas preguntas me doy cuenta de que no puedo separar lo que pienso de la escritura y lo que pienso sobre el mundo. Cuando escribo y estoy cuidando el artificio del texto, en realidad pienso más bien en zonas que una persona/un personaje puede o no percibir de sí mismx o de cómo se siente ante lxs demás.
Y el dolor en particular, si bien es una de las vivencias más comunes, creo que tiende a pasar desapercibido, a moderarse. Un amigo una vez me dijo: “no podemos llorar todos todo el tiempo, alguien tiene que lavar los platos”. Y las pérdidas o los duelos, si tienes un poco de suerte, con el tiempo, son como cuando te has torcido el tobillo de chiquito: caminas y sientes una molestia, pero, ¿qué puedes hacer? No mucho, seguir caminando.
Un momento de pausa, de quietud, quizás como decís vos, en “La gente que llora en los velorios”, un “preludio de las tragedias”, un tiempo entre tiempos, el espacio ficticio -y material- que separa un verso del otro, un intersticio inmenso o pequeño -no importa. Esta sección, Cesura, fue pensada bajo la fascinación por ese entre, ese limbo un poco olvidado, ese tiempo que en algún sentido nos cuesta cada vez más habitar. ¿Qué es para vos, en tu escritura, en tu vida, ese instante de pausa, ese corte?
—¿Amigxs, leer en voz alta con mis estudiantes, los talleres, subir al mirador en las sierras y estar solx en medio de la nada y que el viento te revuelva el pelo y te vuele la gorra, pasar por una calle del centro y que se haga silencio de golpe como si los autos hubieran dejado de existir, esperar en un semáforo y darte cuenta de cómo la luz pasa entre las hojas de un árbol, escuchar a alguien dar una clase cuando le entusiasma mucho el tema, bailar? En la vida las cesuras me toman por sorpresa, son instantes -breves- en los que siento que mi percepción, mis sentidos, están abocados a lo que me rodea sin pensamiento, sin interrupciones. En la escritura o la lectura supongo que es más simple: una respiración.
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Ju Donzelli (Santiago del Estero, 1994) es escritorx, docente y coordinadorx de talleres literarios. Estudió el profesorado y la licenciatura de Letras Modernas en la Universidad Nacional de Córdoba. Ha publicado el poemario Cuando era chica rezaba un montón (Borde Perdido 2019) y el libro de cuentos El verano que no llovió (Elemento Disruptivo 2024). Una versión anterior de estos cuentos fue reconocida en la categoría narrativa breve del concurso Todos los tiempos el tiempo.
Dónde conseguir el libro El verano que no llovió: En Córdoba, puedes conseguirlo en La Hojarasca y El Volcán Azul. También puedes consultar otras librerías que venden el catálogo de Elemento Disruptivo en https://www.elementodisruptivo.com.ar/librerias
